POR FERNANDA WENZEL, PEDRO PAPINI y NAIRA HOFMEISTER
Especial para ((o))eco
El anzuelo que Lourenço Pereira Leite lanza a las aguas del río Paraguay vuelve cada vez con menos pintados, surubíes atigrados y pacús, peces que son el sustento de su familia hace varias generaciones. Ninguna de las habilidades que aprendió viendo a su papá y a su abuelo pescar en el Pantanal le han servido para evitar que las bolsas de agrotóxicos caigan en sus trampas, en vez de los peces. “Eso viene de las cabeceras del río, porque aquí cerca no hay campos de cultivo tan grandes”, afirma el pescador.
Su intuición resume la situación de este bioma en Brasil: con apenas 0,01% de su área destinada a la producción de soja, el Pantanal se convirtió en un enorme depósito de residuos de agrotóxicos usados en los sembradíos que están al norte, en la meseta de Mato Grosso. La creciente demanda internacional por el grano empujó las plantaciones incluso hacia dentro de las áreas de conservación e hizo que los cultivos lleguen muy cerca de las nacientes que forman el Pantanal.
El año pasado, el bioma sufrió con incendios forestales históricos, que afectaron 30% del área y puso a Brasil en los noticieros internacionales (una vez más) por la inercia del gobierno nacional en proteger su patrimonio natural. Pero la región, en realidad, viene sufriendo silenciosamente hace más tiempo. El veneno viaja por los ríos y amenaza una de las pocas áreas naturales aún altamente preservadas de la acción humana en el país.
El agua que define la vida del Pantanal
El municipio de Cáceres, en el sudeste de Mato Grosso, donde Lourenço Leite pesca, es la puerta de entrada al bioma —un tesoro natural considerado patrimonio mundial de la humanidad por la Unesco. Allí, en el punto donde lanza su anzuelo, todos los años desemboca el agua que define la vida del Pantanal. Las lluvias que caen al norte, en la meseta de Mato Grosso, hacen crecer las nacientes de los ríos Paraguay, Sepotuba y Cabaçal —luego, esa agua baja la serranía hasta llegar a Cáceres, y entonces forma la mayor planicie inundable del planeta, habitada por especies amenazadas de extinción como el jaguar, el oso hormiguero gigante y el armadillo gigante.
En condiciones naturales esa agua cargaría solo la materia orgánica que sirve de alimento a los peces y de abono para las plantas. Pero, hoy también trae el veneno usado en la soja. En los últimos 30 años, la cosecha del grano en Brasil se sextuplicó: pasó de 20 millones de toneladas por año a las actuales 125 millones de toneladas, la mayor parte concentrada en sembradíos de Mato Grosso. Es la mayor producción del mundo.
“La meseta del estado de Mato Grosso hace parte del Planalto Central brasileño. Es una región considerada el gran tanque de agua de Brasil, porque alberga las nacientes de las principales cuencas hidrográficas brasileñas. Además de la cuenca del Alto Paraguay, que forma el Pantanal, otras cuatro grandes cuencas allí comienzan: la Amazónica, la del San Francisco, la del Paraná y la del Araguaia/Tocantins”, explica la bióloga Débora Calheiros, investigadora de Embrapa Pantanal y del Ministerio Público Federal que dedicó su carrera a comprender el impacto del uso de agrotóxicos en el ecosistema de la región.
El Pantanal es como un hueco. Nosotros estamos aquí abajo y ellos siembran soja allá arriba. Cuando llueve, ¿hacia dónde va el agua? Va a escurrir y viene hacia acá.
Nilza da Silva, pescadora de Cáceres.
“El centro de Cáceres está a orillas del río. Allí era muy hondo, un lugar muy rico en peces, donde antes se pescaba hasta el bagre amarillo”, cuenta Nilza da Silva, otra pescadora de Cáceres que nota diferencias en su trabajo, refiriéndose a uno de los mayores peces brasileños, que puede llegar a 1,5 metro. “Hoy en día, en la época seca, uno puede cruzar el río con el agua en las canillas, de tan sedimentado que está. Y casi no se encuentran más peces.”
La sedimentación que Nilza percibe al cruzar el río fue confirmada por un grupo de investigadores que monitorea la salud del Pantanal, que concluyó que la cantidad de sedimentos que llega al bioma aumentó 200% en las últimas tres décadas, acompañando el avance de los cultivos en la parte alta.
La planicie inundada del Pantanal se mantiene prácticamente preservada del agronegocio. Apenas 16% de toda su superficie está dedicada a actividades agrícolas y de pastoreo —la mayoría por la pecuaria. Es lo opuesto de lo que sucede en la meseta, que ya está 60% tomado por el agronegocio. Es ahí donde están los municipios que son los mayores productores de soja del país y campeones nacionales en el uso de pesticidas. Y también donde nacen los ríos que abastecen la planicie.
Especie exótica en Brasil y cultivada en campos muy extensos y bajo el régimen de monocultivo, la soja exige veneno para mantener alejadas las plagas. Por eso, aunque concentre 42% del área sembrada en Brasil, el grano consume más de 60% del volumen de agrotóxicos usados en el país —un ‘cóctel’ que incluye más de 450 fórmulas químicas diferentes, gran parte considerada tóxica para los humanos o peligrosa para el medio ambiente, según las clasificaciones de la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria y del Ministerio de Medio Ambiente.
Los ojos del mundo sobre Brasil
De las 125 millones de toneladas de soja que Brasil cosechó en la zafra 2019/2020, únicamente un tercio se quedó en el país. La mayor parte de la producción viaja por cargueros alrededor del mundo y se convierte en comida para ganado, aves o suinos que después serán sacrificados para alimentar la creciente población del planeta. China ha sido el mayor comprador brasileño, pero la soja del país también aprovisiona a toda Europa, con destaque para Holanda, España y Francia.
Noruega, principal financiador del Fondo Amazonía, por ejemplo, importa anualmente 328.000 toneladas de soja en granos —por lo menos 70% provenientes de la meseta de Mato Grosso, donde nace el río que forma el Pantanal. Otras 278.000 toneladas son importadas en forma de proteína para alimentar los criaderos de salmón del país escandinavo, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística de Noruega.
Es poco cuando comparado al total de la producción brasileña (cerca de 0,5%), pero representa 86,3% de toda la soja importada por un país que, irónicamente, viene presionando Brasil, por medio del Fondo Amazonía, a cuidar el medio ambiente.
Fieles a su preocupación ecológica, los noruegos presionaron a importadores y compañías a adoptar un riguroso método de certificación de la soja brasileña que llega al país, lo que incluye una lista de pesticidas vedados para el uso. El origen de los productos también debe ser rastreado, para reducir las posibilidades de deforestación y asegurar que no son provenientes de cultivos transgénicos.
Sin embargo, desde el punto de vista socioambiental, la soja convencional no es muy diferente de la transgénica, ya que ambas son producidas en grandes extensiones de tierra, en forma de monocultivos y con pesticidas —la excepción es el glifosato, que dependiendo del uso puede matar la soja convencional, y por eso, es aplicado en menor cantidad.
Según la plataforma Trase, seis municipios son los principales proveedores de soja en grano para Noruega: Sapezal, Diamantino, Nova Ubiratã, Campo Novo do Parecis, Campos de Júlio y Tangará da Serra. Estas ciudades —que también exportan a países como China, Holanda, Turquía, Tailandia, Reino Unido, Arabia Saudita, México y hasta Cuba— están todas ubicadas en la meseta de Mato Grosso, región de singular importancia ambiental.
Un río que ya nace enfermo
Doscientos kilómetros al norte de donde el pescador Lourenço Leite lanza su anzuelo, hay un local en la meseta del estado de Mato Grosso donde el agua sale de la tierra en pequeñas fuentes cristalinas y forma siete lagunas. Esta es la naciente del río Paraguay. Desde este punto, el curso de agua recorre 2600 kilómetros, pasa por Bolivia, por Paraguay, hasta desaguar en la Argentina, donde se une al río Paraná.
En el trayecto, forma sinuosas curvas que son la postal del Pantanal brasileño. Pero, de las siete lagunas originales, solo tres todavía tienen agua —y una de las que quedan se está secando también.
Desaparecen por la falta de vegetación, por la alta producción de soja y ganado en la zona. Quien sobrevuela el área solo verá monocultivos. Sacaron prácticamente toda la vegetación alrededor de estas lagunas.
Jacildo de Siqueira Pinho, biólogo de la Vigilancia Sanitaria del estado de Mato Grosso.
La conservación de los llamados bosques de riberas en las nacientes es una obligación determinada por el Código Forestal brasileño, pero en la cuna del río Paraguay la protección debería extenderse sobre un área mayor que Oslo, la capital de Noruega. Es casi el tamaño que tiene el Área de Protección Ambiental (APA) Nacientes del Río Paraguay (77.743 hectáreas), ubicada en los municipios de Alto Paraguay y Diamantino —uno de aquellos seis grandes exportadores de soya a Noruega.
Dentro del APA, están prohibidas actividades que provoquen daños al medio ambiente, en especial a los manantiales, y el uso indiscriminado de agrotóxicos no es aceptado. A pesar de eso, 40% de la vegetación nativa del área protegida ya fue cambiada por la soja, maíz y ganado.
Entre los poderosos propietarios de tierras dentro del APA están el grupo agropecuario argentino Telhar y el ministro del Supremo Tribunal Federal, Gilmar Mendes. Ni el Ministerio Público del Estado (MPE) de Mato Grosso logró procesar a los productores de la región.
A pesar que un informe realizado por la Universidad Federal de Mato Grosso (UFMT) demuestra la existencia de principios activos de por lo menos 10 agrotóxicos en muestras de agua, sedimentos del río y en el suelo del APA de las Nacientes, el MPE no tuvo éxito en punir a los responsables en ninguna de las 19 acciones civiles públicas que realizó. Ni siquiera logró establecer un acuerdo para que los productores reduzcan la cantidad y la toxicidad de los agrotóxicos usados en los cultivos.
En realidad, quien terminó siendo procesado fue el propio promotor de justicia de Diamantino, Daniel Zappia, que se convirtió en sujeto de un proceso administrativo dentro del Consejo Nacional del Ministerio Público, patrocinado por el ministro Gilmar Mendes.
“Ya comprobamos que este agrotóxico usado en el área de la naciente llega al Pantanal y que todos los ríos formadores de aquel bioma están contaminados”, asegura la bióloga Débora Calheiros, quien firma el informe solicitado por el MPE sobre la naciente del río Paraguay.
Uno de los agrotóxicos encontrados por la UFMT es la Atrazina, un herbicida prohibido en la Unión Europea desde 2004 y que en los años 1990 promovió el cierre de centrales de suministro de agua en Italia, después que altas concentraciones del producto fueron identificadas.
En contacto con humanos, causa irritación en la piel, en los ojos y en el sistema respiratorio —síntomas que son cada vez más comunes en los habitantes de Cáceres, en la parte baja del río Paraguay, cuenta Claudia Pinho, coordinadora de la Red de Comunidades Tradicionales Pantaneras en Cáceres, y presidenta del Consejo Nacional de Pueblos y Comunidades Tradicionales. “Algunas comunidades reclaman bastante de enfermedades de la piel. Esto empeoró más con las quemadas de 2020”, explica. En el APA Nacientes del Río Paraguay, los incendios de 2020 afectaron 70% del área protegida.
La deforestación que sucede en la parte alta lleva sedimentos a los ríos, y todo eso viene a la planicie de sedimentación que es el Pantanal. Esto ha reducido los niveles de agua y aquí, unos pocos centímetros a menos ya impactan a la biodiversidad, que se rige por el pulso de la inundación.
Solange Ikeda, una de las fundadoras del Instituto Gaia, ONG de Cáceres que lucha por la defensa del Pantanal.
Las evidencias encontradas en el estudio de Calheiros, sin embargo, son minimizadas por la Secretaría de Medio Ambiente del estado de Mato Grosso, que argumenta que el informe “no encontró extrapolaciones a los límites establecidos en la legislación” y que “la legislación no incluye límite para varias moléculas que constan en el informe”. En realidad, Brasil acepta 5.000 veces más glifosato en el agua que Noruega y la Unión Europea.
Impacto en el fondo de la cuenca
Con el cambio en la calidad del agua, hábitos simples de los pantaneros también cambiaron: ya se fue el tiempo en que bastaba tumbarse en la canoa para matar la sed. “No conseguimos tomar el agua directo del río porque nos da diarrea, vómito. Ahora, cuando voy a pescar, tengo que llevar agua mineral”, revela Lourenço Pereira Leite —el pescador del inicio del reportaje que encuentra recipientes de agrotóxicos flotando en el río. Pero, como los síntomas descritos por él son comunes en casos de intoxicación aguda por agrotóxicos y en contaminación por parásitos y bacterias que pueden estar presentes en el agua, es difícil apuntar culpables.
La migración de los agrotóxicos de la parte alta hacia la parte baja, empero, ya fue comprobada por una investigación realizada en 2014, que verificó la presencia de siete sustancias en la cuenca del río Cuiabá, que también pertenece al bioma. Según los autores, “las acciones producidas en la parte superior de la cuenca pueden causar impactos directos sobre el Pantanal”. Las evidencias llamaron la atención de científicos internacionales y ahora, equipos integrados por brasileños, argentinos e investigadores de Reino Unido están dedicados a este tema. Los resultados aún no fueron publicados.
Un estudio anterior, de 2008, firmado por Débora Calheiros y otros tres investigadores, demostró la presencia de cuatro pesticidas en las aguas del Pantanal, algunos utilizados en la soja. Como el cultivo del grano aún es incipiente en el bioma, este resultado refuerza la hipótesis de contaminación de la cuenca hidrográfica.
En realidad, el agronegocio viene penetrando por los bordes del Pantanal en un ritmo lento, pero constante. En 1985, las actividades agropecuarias ocupaban cerca de 4% del bioma. Hoy, el índice llega al 16%, y la mayor parte aún es ganadería. Cultivos de soja responden por 0,01% de las áreas ocupadas por actividades humanas. Pero, la presión por la apertura de nuevas áreas para sembradíos aumentó significativamente en la última década porque la demanda supera la capacidad de los cultivos existentes, aunque estas vengan aumentando su productividad desde los años 1980.
En los últimos diez años, comenzó a entrar la soja al Pantanal. Los sembradíos ya están ocupando toda la planicie del otro lado de la frontera, en Paraguay y en Bolivia, donde la soja viene del oeste hacia el este. Y, en Brasil, viene del este al oeste. El Pantanal está bien en medio de ese proceso de expansión, es la última barrera.
Clovis Vailant, Instituto Gaia.
El cultivo ya llegó a Cáceres y a Poconé, está a casi 180 kilómetros. “Ya teníamos el impacto indirecto viniendo de la parte alta, y ahora hay áreas de soja en el Pantanal. Eso aumenta nuestra preocupación con la contaminación, que está cada vez más cerca de las comunidades tradicionales. Hay comunidades en Poconé donde es difícil hacer huertos. Las plantas mueren, porque el viento lleva el agrotóxico a la zona e impacta directamente en la producción”, cuenta Claudia Pinho.
Según proyecciones hechas por científicos, si la trayectoria actual se mantiene, en 2050 el agronegocio habrá sustituido la vegetación nativa en un área de 14.000 km² en la cuenca del Alto Paraguay, y la cantidad de pesticidas usada en la región aumentará en 4,3 millones de litros por año —equivalente a dos piscinas olímpicas llenas de veneno agrícola. El efecto en la parte alta no será tan grande: corresponde a un aumento de 7% en el volumen de agrotóxicos utilizados actualmente. Pero en la planicie pantanera, donde la aplicación de pesticidas es mínima, podrá haber un aumento en el uso de agrotóxicos de casi 50%.
La Amazonía también recibe residuos
De los seis municipios brasileños que más exportan soya en granos a Noruega, cuatro están entre los mayores consumidores de agrotóxicos en Brasil. Los datos son de 2015 y constan en un estudio de Wanderley Pignati, investigador de la Universidad Federal de Mato Grosso, y referencia brasileña en estudios sobre agrotóxicos. Existen evidencias de deformidades físicas en niños. Pignati también muestra que las tasas de cáncer infantil en la región son superiores al promedio nacional y las atenciones médicas provocadas por intoxicación aguda son frecuentes.
Entre 2016 y 2017, otras tres investigaciones mostraron que la contaminación llegó a ciudades que son parte de la cuenca del río Juruena, que toma el nombre de Tapajós antes de desembocar en el río Amazonas, el principal de la Amazonía.
En las ciudades de Sapezal, Campo Novo do Parecis y Nova Ubiratã, los habitantes están consumiendo agua, peces, frutas y verduras comprobadamente contaminados con el veneno de los sembradíos —ni los pozos artesianos que abastecen a las escuelas se salvan.
Como el complejo hidrográfico de la Amazonía es muy extenso, el efecto del veneno se diluye y es más difícil comprobar su persistencia hasta la selva tropical. Pero la contaminación existe, asegura la bióloga Débora Calheiros.
“Como es crónica, la contaminación se propaga. El principio activo se descompone después de entrar en el sistema hídrico, pero los compuestos resultantes de esa descomposición, a veces son hasta más tóxicos que el principio activo inicial. Quien sufre son principalmente las personas que dependen de esa agua y de la pesca”, afirma la investigadora.
Sobra soja, pero falta comida
Un estudio de 2019 encontró que los habitantes de los municipios de Novo do Parecis, Sapezal y Campos de Júlio necesitan comprar alimentos de otros estados, porque es casi imposible producir comida donde 98% de la tierra es explotada para la producción de commodities, como la soja y el maíz.
Además de estar comprometiendo la calidad de las aguas de dos biomas fundamentales brasileños, el sistema de producción en gran escala de commodities amenaza la seguridad alimentaria de las poblaciones locales.
Falta espacio para el cultivo de frutas y verduras, y para la cría de pollo, cerdos y la producción de leche, y quien intenta producir comida en estas ciudades sufre con la deriva de los agrotóxicos —término técnico para indicar cuando el viento lleva el veneno a las propiedades vecinas.
Como casi la mitad de las propiedades en estos municipios tiene más de mil hectáreas y está concentrada en manos de unos pocos dueños, el impacto de la pulverización del veneno sobre los campos de monocultivo es grande. “Las nubes de agrotóxico, además de afectar su blanco (plantas y plagas), también afecta a los trabajadores, e, indirectamente, el aire/suelo/agua, los habitantes, los animales y otras plantas que están en los alrededores”, afirma el estudio.
La dificultad hace parte de la rutina de los productores rurales de la Ceiba, la Asociación de Productores de la Agricultura Familiar del Asentamiento Caeté, en Diamantino —uno de los campeones en consumo de pesticidas en Brasil e importante proveedor de soja a Noruega.
Son cerca de 15 familias que intentan producir alimentos con poco o ningún veneno en propiedades vecinas a los monocultivos de soja, lo que exige esfuerzo extra en la protección de los pomares y huertas. “Plantamos árboles en el límite de los terrenos, y en el lado donde hay soja, plantamos yuca”, explica la agricultora Ruseveth Marques Martins —esa planta es escogida porque sus hojas llegan a una altura de más de un metro, formando una barrera natural contra la deriva, mientras su parte comestible está enterrada, salvada de la contaminación aérea.
La deriva compromete la salud de los estudiantes que frecuentan colegios cercanos a sembradíos —y hasta de aquellos que viven en áreas urbanas de esos municipios. La bióloga Lucimara Beserra confirmó la presencia de residuos de agrotóxicos en el agua de cuatro escuelas de Campos de Júlio, Sapezal y Campo Novo do Parecis.
Quién vive aquí está acostumbrado a ver los aviones echando veneno. Se puede sentir el olor en el aire. Si la persona tiene alguna alergia relacionada a agrotóxicos, tiene que irse de la ciudad.
Mauro Flávio de Souza, profesor de una escuela de la zona rural de Campos de Júlio.
En el país de los agrotóxicos, investigar es tabú
En 2017, el consumo brasileño de agrotóxicos ya era tres veces mayor que el promedio global. Y, solo en 2020, el gobierno de Jair Bolsonaro liberó 493 nuevos pesticidas para uso agrícola, un promedio de diez por semana. Un informe del parlamento europeo publicado este año denuncia que un tercio de esas sustancias contiene principios activos prohibidos o de uso restringido en la Unión Europea.
La ciencia brasileña, sin embargo, no consigue avanzar a la misma velocidad que los aviones que fumigan veneno en los sembradíos. “Hace falta una red de laboratorios en Brasil, acreditados, validados y certificados para que investiguemos residuos de agrotóxicos en las aguas, lluvia, suelo, aire, sangre, orina y leche materna, así como en alimentos”, explica Vanderley Pignati.
El estado de Mato Grosso, campeón en el uso de pesticidas en el país, no tenía hasta 2015 un laboratorio capaz de identificar residuos de glifosato, agrotóxico usado en la soja y que es, sin dudas, el más vendido en Brasil. Gracias a una alianza con el Ministerio Público del Trabajo, un equipo fue adquirido para la Universidad Federal de Mato Grosso, pero aún está en fase de pruebas, proceso que fue interrumpido debido a la pandemia.
Mientras tanto, la universidad consigue verificar la presencia de 15 compuestos activos —nada cerca de los 504 principios activos aprobados para uso en Brasil, según un estudio de la investigadora Larissa Bombardi.
Por eso, para detectar un número mayor de venenos agrícolas en la región, cualquier muestra necesita viajar por lo menos hasta Fiocruz, en Río de Janeiro —o entonces atravesar más de 2.000 kilómetros hasta los laboratorios de la Universidad Federal de Santa María, en el estado de Río Grande do Sul. Aun así, las dos instituciones tienen limitaciones en la capacidad de detección del glifosato, por ejemplo.
El riesgo de indagar
La coyuntura actual no ayuda. Fondos de fomento de estados y del gobierno nacional tuvieron recortes de 80% a lo largo de los últimos años, becas de investigación y posgraduación se vieron reducidas por la mitad. “Y recursos de instituciones aliadas, como el Ministerio Público, ahora están siendo dirigidos al enfrentamiento de la pandemia”, concluye Pignati.
Los obstáculos no son solo de carácter técnico y financiero. Quien se dispone a investigar los efectos de los agrotóxicos en Brasil puede tener su propia vida amenazada, al punto de tener que dejar el país. Fue lo que sucedió con Larissa Bombardi, autora de uno de los más completos estudios ya realizados sobre el tema.
En una carta abierta enviada a sus colegas de la Universidad de São Paulo el día 3 de marzo de 2021, Bombardi reveló que venía siendo intimidada luego de la publicación del estudio. “En junio de 2019, recibí la indicación de líderes de movimientos sociales para que yo evitara los mismos caminos, para que alterara mis horarios, para que alterara mi rutina, para poder protegerme de posibles ataques de los sectores económicos involucrados en la temática a la cual me dedico”, escribió.
La gota que rebalsó el vaso vino en agosto de 2020, cuando su casa fue invadida. Los bandidos la trancaron en el baño y se llevaron su computadora, que almacenaba todos los datos de su investigación. “[…] un familiar me preguntó si el asalto podría tener algo que ver con mi trabajo. No era novedad que no tengo el hábito de dejar mis archivos en las nubes. Honestamente, esa hipótesis ni pasó por mi cabeza en el día del asalto. Y, realmente no sé si tiene relación con mi trabajo. Tal vez no tenga. Pero jamás sabré”, soltó la científica, antes de embarcar hacia Europa.
*Traducción Giovanny Vera
Este reportaje fue realizado por ((o))eco y financiado por la organización Future in our hands.