POR MARINA AIZEN
Y un día, el negocio hidrocarburífero cambió. Ocurrió la última semana de mayo, aunque se viene cocinando desde hace tiempo, como el calentamiento del planeta.
Días atrás, Shell recibió un palazo en una corte de La Haya, que la obliga a reducir el 45% de sus emisiones (equivalente nada menos que a todas las de Rusia) de aquí a 2030, respecto de sus niveles de 2019, aplicable a los 80 países en los que opera, incluyendo cadena de proveedores y consumidores finales. El compromiso de la compañía —una de las 21 más contaminantes del mundo— era disminuirlas sólo 20% en esta década y neutralizadas para 2050. Una orden judicial ahora le dice lo que ya sabíamos todos: esto no es suficiente. Tiene que hacer más. Mucho más. Sobre todo, si consideramos que, ya en 1988, según consta en documentación interna, Shell no sólo entendía el cambio climático, sino también cómo sus actividades estaban contribuyendo a agravarlo.
El fallo es histórico: por primera vez, se responsabiliza legalmente a una empresa por su contribución al calentamiento global y se usa el Acuerdo de París en una orden judicial de estas características. Esto sienta un precedente importantísimo: más juicios vendrán. Prepárense.
Casi en simultáneo, pero del otro lado del Atlántico, hubo una rebelión en la asamblea de accionistas de ExxonMobil, una compañía que ni siquiera cuenta con objetivos para mitigar el cambio climático. El grupo de inversores institucionales Engine N1 colocó dos miembros en el Directorio de la petrolera para reorientar su política climática. Esto, que lejos de la cultura corporativa no parece gran cosa, se sintió como un terremoto en la industria. Exxon es la compañía hidrocarburífera más grande de los Estados Unidos. Y sus propios inversores le están diciendo que deberá adaptar su negocio a las condiciones del clima, porque, en caso contrario, no tendrá futuro alguno.
Lo mismo le pasó a Chevron, el otro gran gigante norteamericano, en otra asamblea de accionistas. El grupo de activistas institucionales Follow This logró que la firma aceptara como propia la huella en la atmósfera que produce la quema de sus productos por parte de sus consumidores, lo que se conoce técnicamente como “scope 3”. Gol de mitad de cancha.
La industria en su conjunto sentirá el peso de estas decisiones. Se sentirá en Vaca Muerta, lo sentirá YPF, lo sentirán todos los que insisten con vender espejitos de color negro. No solo lo decimos nosotras. Lo dicen los números, y ahora también jueces y accionistas. Lo dice la propia Agencia Internacional de Energía, que fue constituida para defender la existencia del flujo del petróleo durante el boicot de los países árabes en los ‘70s. A mediados de mayo, el organismo debió reconocer que, para que el aumento de la temperatura media global no supere 1,5°C antes de fin de siglo, de aquí en más no puede haber nuevos desarrollos de gas, petróleo y carbón. El futuro, queda claro, será renovable, o no será.