POR SERGIO HERNÁNDEZ
Bandas de narcotraficantes siembran estupefacientes en la zona núcleo de la Reserva de la Biosfera Sierra de Manantlán, al occidente de México. Allí también entran camiones para talar grandes árboles. Pero, el trabajo más elemental —la protección contra los incendios forestales— se encuentra muy limitado por la falta de personal y presupuesto.
El área natural protegida fue creada en 1987, diez años después de que el biólogo Rafael Guzmán diera a conocer que en la zona existía una planta a la que llamó Zea diploperennis, pariente silvestre del maíz. Esto detonó el interés científico a nivel mundial, trayendo como consecuencia la declaratoria de protección por parte del gobierno mexicano y de la Red Mundial de Reservas de la Biosfera de la Unesco.
Con una superficie de 139.577 hectáreas, Manantlán alberga el 36% de las especies de aves registradas en México y el 26% de las de mamíferos. Además, funciona como un importante corredor biológico entre la costa y la sierra occidental del país. Sin embargo, en muchas ocasiones, la administración del área no tiene dinero ni siquiera para pagar la gasolina de los vehículos.
Este es sólo un ejemplo de cómo funcionan actualmente las 185 áreas protegidas en México. Aún así, sin recursos y tampoco personal, el país pretende que el 30% de sus ecosistemas marinos y terrestres esté dentro de polígonos legales de protección para 2030, y está entre las naciones que impulsan —en la 15° Conferencia de las Partes (COP15) de Naciones Unidas sobre Diversidad Biológica (del 7 al 19 de diciembre de 2022, en Montreal, Canadá)— un compromiso global para que se multipliquen las declaratorias de conservación en el planeta.
Migajas presupuestales
México, la 16° economía más grande del mundo y la segunda de América Latina, después de Brasil, no tiene entre sus prioridades el fortalecimiento y la canalización de recursos a sus áreas naturales protegidas y prácticamente a ninguna institución relacionada con el sector ambiental.
Según Cuentas Económicas y Ecológicas de México, informe dado a conocer en diciembre de 2021 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), los costos totales por agotamiento y degradación ambiental (CTADA) ascendieron al 4,6% del Producto Interno Bruto (PIB) en 2020: 0,7% por agotamiento de recursos y 3,9% por degradación.
Los datos no sorprenden si se toma en cuenta que, de acuerdo al mismo documento, durante 2020, el gasto en protección ambiental del sector público fue de sólo el 0,46% del PIB, el porcentaje más bajo en 18 años.
El presupuesto es un reflejo del desmantelamiento económico y funcional de instituciones como la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, situación que se venía padeciendo en los últimos lustros y que el actual Gobierno Federal no ha buscado revertir desde que llegó al poder en 2018.
Así, la falta de recursos para la operación de la Reserva de la Biosfera Sierra de Manantlán es apenas un reflejo de lo que ocurre en las áreas protegidas del territorio nacional, que cubren el 10,94% de la superficie terrestre del país (de 1.960.000 kilómetros cuadrados) y el 22,05% de la marina (de 3.150.000 kilómetros cuadrados).
Candil en la calle, oscuridad en casa
A lo largo de la historia, en lo que hace a protección ambiental, la política exterior mexicana ha buscado estar en armonía con las convenciones, los tratados y los acuerdos que se impulsan en Naciones Unidas.
El Convenio de Diversidad Biológica (CBD), que celebra su 15° Conferencia de las Partes (COP15) en Canadá, no es la excepción. Allí, según las intenciones que ha expresado, el país busca sumarse al nuevo marco mundial para la diversidad biológica posterior a 2020.
El 13 de diciembre de 2020, México se adhirió a la Coalición de Alta Ambición por la Naturaleza y las Personas (HAC, por sus siglas en inglés), la cual tiene por objetivo promover la conservación del 30% de la superficie terrestre y marina del planeta para 2030.
“El principal objetivo de nuestro país, además de contribuir a la protección terrestre, es impulsar el manejo sostenible de estos territorios, así como otras medidas efectivas de conservación basadas en área”.
Gobierno de México, en un comunicado.
Sin embargo, lo que México busca para sí requiere de mucho más que cumplir plenamente con la meta 30×30, como se la conoce: la debilidad yace en la falta de estructura institucional y presupuesto que proteja estas áreas de conservación.
Ejemplo de ello es la caída sostenida del presupuesto de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) en la última década, al grado que hace 10 años ejecutaba más cantidad de dinero, sin indexar la depreciación, que hoy. En 2012 fueron 1089 millones de pesos (unos 54,45 millones de dólares), mientras que este 2022 fue de 887.000 millones de pesos (44,35 millones de dólares).
De acuerdo con un análisis del presupuesto federal de México de 2022, realizado por la Coalición de Organizaciones Noroeste Sociedad Civil para la Sustentabilidad Ambiental, se destinan poco menos de 22,5 dólares mensuales a cada área natural protegida para adquisición de herramientas y refacciones para el mantenimiento de vehículos, y sólo 275 dólares al mes para compra de combustibles y lubricantes.
La disminución presupuestal, y el consecuente debilitamiento institucional en las áreas de conservación del país, se refleja en las pocas o prácticamente nulas acciones para detener el deterioro ambiental.
Lo que sucede con la vaquita marina es otra muestra de esta realidad. Entre el 30 de mayo y el 5 de junio de este año, una misión de observadores internacionales de alto nivel de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES) viajó a México para documentar si el país está llevando a cabo acciones efectivas que eviten la extinción inminente de la vaquita marina (Phocoena sinus), un pequeño mamífero marino que habita en una zona con varios decretos de protección creados en distintos momentos para salvaguardar su supervivencia.
El informe resultante fue contundente: México no ejerce el Estado de Derecho en la zona, hay pesca sin control y “quienes operan ilegalmente, lo hacen a la vista de todos sin ninguna consecuencia”.
“Las medidas tomadas no son lo suficientemente duras para disuadir a los pescadores ilegales y las actividades de los delincuentes que reclutan a estas personas”, se lee en otra parte del documento que fue presentado durante la 75° Reunión del Comité Permanente de CITES, en noviembre último en la ciudad de Panamá.
¿Para qué un 30×30 en México?
La crisis de falta de recursos, personal y presupuesto en las áreas de protección mexicanas pone en entredicho la postura del país en la HAC sobre la necesidad de involucrar el 30% de su superficie marina y terrestre en esquemas de conservación.
Lo que sí ya tiene es un avance significativo en la identificación de cuáles son los sitios terrestres prioritarios para la conservación, abarcando 594.894 kilómetros cuadrados en un 30,36% de la superficie nacional, según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio).
En México hay 1320 áreas terrestres denominadas “sitios irremplazables”, por cuestiones de su necesidad de conservación, argumenta la Conabio. En conjunto, estas cubren 325.817 kilómetros cuadrados, esto es el 16,6% de la superficie nacional.
El Marco Global de Biodiversidad Post-2020, que se puso a consideración de las Partes en la COP15, tiene 21 objetivos de acción para 2030. Entre ellos, la conservación de al menos el 30% de las áreas marinas y terrestres a nivel global. Además, se propone la restauración de al menos el 20% de los ecosistemas terrestres, marinos y de agua dulce degradados.
Asimismo, se pretende un 50% más de reducción en la tasa de introducción de especies exóticas invasoras, y reducir los nutrientes que se pierden en el medio ambiente al menos a la mitad y los pesticidas, al menos a dos tercios, al tiempo que se elimina la descarga de desechos plásticos.
En la intersección entre biodiversidad y cambio climático se busca que las contribuciones de las Soluciones Basadas en la Naturaleza lleguen al menos a 10 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente por año, para así sumarse a los esfuerzos de mitigación.
Escepticismo
Gerardo Jorge Ceballos González, del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), es un científico reconocido a nivel mundial por su trabajo a favor de la conservación, impulsando la creación de las Reserva de la Biosfera de Chamela–Cuixmala, Ciénagas de Lerma, Calakmul, y Janos.
Si bien acepta como una buena intención el interés de la COP15 para proteger el 30% de la superficie terrestre y marina del planeta, se muestra escéptico respecto de los resultados tanto para México como para otras naciones latinoamericanas. “Desgraciadamente, muchos de los acuerdos y convenios no tienen dientes, no tienen recursos, no tienen un compromiso serio de los países para poder enfrentar eso”, comenta.
Y ejemplifica:
“México se puede comprometer a proteger el 30% de su territorio, pero, si no hay recursos e infraestructura, si no hay cuidado, es como buenos deseos nada más”.
“Ahorita, las reservas que tenemos en México y en todo el mundo son áreas protegidas que tienen muy pocos recursos y graves problemas. Aumentar más áreas por el hecho de decir que las tenemos es una muy buena intención, pero, si no va acompañada de recursos y de acciones muy específicas, no tiene el impacto que podría tener”, continúa.
Al investigador de la UNAM se le viene a la mente la Reserva de la Biosfera de Janos, ubicada en el norte de México, la cual abarca 526.000 hectáreas y fue creada hace 10 años, el 22 de noviembre de 2012.
“Janos tiene un empleado, el director solamente, y tiene a los menonitas destruyendo la reserva y tiene otras cosas… Es decir, qué bueno que exista la reserva que va a hacer que se mantengan ciertas partes de ese hábitat, pero, tal vez, en lugar de asumir un compromiso de proteger más, debemos de asumir el compromiso de proteger bien lo que tenemos y, lo que no esté protegido, buscar incentivos para que se mantenga. Es decir, hay otras maneras de proteger —como pago de servicios ambientales y otros incentivos— que ayudarían a mantener estas áreas (que están fuera de un esquema de conservación)”.
Gerardo Jorge Ceballos González, UNAM.
Nuevos modelos
En este contexto, también hay quienes piensan que las metas de conservación pueden transitar por caminos que no estén acotados a esquemas basados en declaratorias de protección, sino a esquemas acordes a potenciar identidades locales que detonen una protección efectiva de zonas de interés para la conservación, apoyadas con insumos gubernamentales o privados.
Esto es, revertir el paradigma, centrando la conservación en el apoyo a las comunidades en formas de vida sustentable en las que las declaratorias de conservación pueden o no estar presentes, lo que conlleva a no depender directamente de una gestión gubernamental que, muchas veces, ha fracasado en México y otras partes del mundo.
Entre quienes defienden esta postura está Octavio Adolfo Klimek Alcaraz, un respetado experto en temas de ecología y sustentabilidad, doctorado en Ciencias Forestales, quien transita entre la academia, la política y la función pública, siempre vinculado a la conservación.
Klimek Alcaraz considera complicado alcanzar la meta 30×30 en sólo 8 años con los esquemas actuales y menos cuando cada área de protección requiere de consensos previos sólidos con las comunidades presentes, problema que sería menor en las áreas marinas.
El camino que plantea tiene más que ver con formar alianzas comunitarias a favor de la conservación. Pone como ejemplo lo que ha visto ya en regiones de Oaxaca, Michoacán y Guerrero, estados al sur de México con alta presencia de pueblos indígenas, biodiversidad y también marginación, donde se puso en marcha el Programa de Conservación Comunitaria de la Biodiversidad, también conocido como Coinbio.
“El Coinbio se definió a partir de tres planteamientos fundamentales: ser una alternativa al modelo de áreas naturales protegidas, constituido como el principal instrumento de protección de la biodiversidad en México y que, en muchas ocasiones, no correspondía con la realidad social ni ambiental del país; lograr la conservación de la biodiversidad a través de la satisfacción de las necesidades de las comunidades locales y reconocer el valor del conocimiento local y la cogeneración de planes y programas de manejo comunitario”, describe el estudio Transversalidad en políticas mexicanas de conservación de la biodiversidad: Coinbio y Corredor Biológico Mesoamericano, elaborado por académicos de la Escuela Nacional de Estudios Superiores y del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad, ambos de la UNAM.
La implementación del programa comenzó en 2001. En su primera etapa, hasta 2007, fue apoyado financieramente por el Banco Mundial a través del Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF, por sus siglas en inglés) y, en su segunda, hasta 2014, por los gobiernos estatales y el Gobierno de México.
Si bien el Coinbio luego desapareció, esto no fue por desinterés de las comunidades que decidieron proteger —de manera voluntaria— 166.000 hectáreas, sino por cuestiones de desarticulación gubernamental que impidieron la continuidad de apoyos a los poblados que ya habían aceptado un modelo de gestión novedoso que México implementó, precisamente, como parte de sus compromisos en la CBD.
Lo que sucedió en Michoacán es ilustrativo de lo que llevó a terminar con este programa.
Se lee en el estudio:
“Ante la presión financiera y de seguridad en Michoacán, la dificultad de entendimiento entre los gobiernos federal y estatal sobre la esencia del programa, la desconfianza en un programa en el que comunidades indígenas tuvieran tal nivel de influencia y la tensión constante entre el esquema de conservación basado en áreas protegidas y esquemas alternativos basados en el conocimiento e intervención de las comunidades, fue imposible mantener la articulación interinstitucional y la alineación de intereses, condiciones necesarias para operar el Coinbio”.
Klimek Alcaraz está convencido de que la implementación de estos acuerdos internacionales (como el que se plantea actualmente en la COP15) en países con una complejidad social como la de México es posible a través de modelos como el Coinbio, pero con los apoyos y acompañamientos necesarios para que tengan continuidad en el tiempo.
“Nuestra única opción es apostarle a la conservación comunitaria donde poblados campesinos y pueblos indígenas asumen compromisos de conservación de manera voluntaria, que les llaman ahora Áreas Destinadas Voluntariamente a la Conservación (categoría que existe en México como consecuencia de Coinbio). Si se lograran impulsar estos compromisos de conservación, podríamos llegar efectivamente al 2030, pero con otro mecanismo de desarrollo un poco similar a la conservación de las Reservas de la Biosfera”, explica.
E incluso deja entrever que, quizás, en los esfuerzos realizados a la fecha se ha olvidado una especie que es central:
“Hay que entender que el hombre es parte de la naturaleza y, por lo tanto, tiene que estar integrado en esto. No podemos estar decretando áreas de conservación que luego se convierten de papel, que están sujetas a enormes presiones de todo tipo y entonces lo que tendríamos que hacer es cambiar bastante el modelo y orientarlo hacia la conservación comunitaria”.